TXT Almendra Arcaya
IMG Gabriel Schkolnick
El día en que Claudia Romero [40] fue ungida para ser la primera mujer en ser jefa de garzones del restorán El Ancla, sus compañeros le cantaron a coro la canción de Juanes: Tengo, tengo la camisa negra…“¡Lloré a mares! Por fin tenía la camisa negra, la de la jefa. Pensé que me estaban tonteando, porque yo veía que pasaban y pasaban hombres por ese cargo, pero ninguna mujer”, rememora hoy, tres años después, vestida de blusa y pantalón de un poluto negro, una cola de caballo tirante y enlacada, y una sonrisa chispeante, de risa fácil, que deja ver sus brackets.
Su historia con el mundo de la gastronomía, eso sí, comenzó mucho antes, cuando a los 21 años entró a estudiar técnico en alimentación y repostería en el Instituto Profesional de Chile [IP Chile]. Nacida y criada en San Bernardo, a diferencia de su padre –garzón desde que recuerda– La Chica, como la llaman cariñosamente sus compañeros, quería ser ayudante de cocina. Como estudiante, dice, fue del montón bueno: ni porra, ni sobresaliente. Pulió su técnica en los restaurantes Pucará, La suerte de la olla, El mesón suizo y el Kuchen House de Calera de Tango. Y en marzo de 2010, cuando tenía 31 años, llegó a El Ancla. Entonces le picó el bichito por el servicio.
“Como ayudante de cocina, en El Ancla me enseñaron a observar, crear y probar cada plato de la carta. Para mi gusto todo lo que salía a las mesas era rico, por eso nunca entendía cuando habían clientes a los que no les gustaba lo que se les servía, hasta que empecé a pensar: ‘A lo mejor se trata de cómo se los venden’”, reconstruye Claudia. Desde esa trinchera, a través de la puerta, husmeaba. Seis meses después pasó a salón como ayudante del barman. Amononaba las paneras, rellenaba los frascos con pebre sin que se chorrearan y limpiaba una por una las turgentes mitades de limón que llegaban a las mesas.
“Machitas y ostiones picaditos, al punto, con un toque de sal. Un queso generoso, derretido, bien caliente, que se chorree. Cebollita bien sazonada. Una masa frita, crujiente, medio aceitosa. ¿Vio? Una simple empanada de mariscos.
Su primera mentora fue precisamente una mujer. “Podía haber cien clientes, todos los garzones apanados, pero ella se daba el tiempo de explicarles uno por uno cada plato, lo que tenía y cómo se preparaba, siempre sonriente”, recuerda Claudia. Lo adoptó como un mantra. Conocía el tras bambalinas de cada preparación. El paso a paso. Los ingredientes y aliños. Y, después de repetir como loro, se aprendió al revés y al derecho la carta. La conoce como la palma de su mano y escucharla recitar es casi un arte, para hacerse agua la boca.
“Machitas y ostiones picaditos, al punto, con un toque de sal. Un queso generoso, derretido, bien caliente, que se chorree. Cebollita bien sazonada. Una masa frita, crujiente, medio aceitosa. ¿Vio? Una simple empanada de mariscos. Todo se trata de despertar el apetito, de cautivar, como si el cliente ya lo estuviera saboreando”, aconseja, y repite una y otra vez: “Por eso yo siempre digo: para vender un plato, el garzón debe pasar por la cocina. Tiene que observar y sobre todo probar. Si tú sabes que ese plato está rico puedes transmitirle al cliente ese sabor”.
Tiene 14 garzones, cuatro runners y dos barman a su cargo, pero nunca deja de atender, especialmente a aquellos clientes que la llaman o le escriben por WhatsApp o Instagram para reservar. A paso acelerado, con los ojos puestos en el salón y la oreja atenta al walkie talkie que cuelga de la pretina de su pantalón –vía directa con la cocina–, de tanto en tanto se le ve colorada. “¡Cuando las machas queman, tú tienes que estar ahí! En la cocina, en el salón, lavando platos, limpiando el baño, donde te necesiten. Hay que dar el ejemplo, un jefe no puede andar paseándose, tiene que trabajar a la par y hacerle ver al otro que sientes la misma presión y cansancio de estar transpirando la frente, de saborear ese vasito de agua que te mueres por tomar. Solo entonces los clientes te buscan. Y si eso pasa, significa que estás haciendo bien la pega”.